Es exactamente lo que me dijo un día un alumno universitario: “Quiero enrollarme en la discoteca como los demás, yo también quiero fiesta”. En la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32), se organiza una fiesta, con matanza del ternero cebado incluido, porque regresa a casa el hijo que se había marchado para despilfarrar las riquezas de su padre. El hijo mayor se indigna, siente envidia. Ha servido a su padre durante años sin desobedecer ninguna de sus órdenes, y se queja de no haber tenido ninguna fiesta. El padre contesta: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. A mí siempre me ha dejado algo perplejo esta contestación del padre, y estoy seguro de que a muchas personas les ocurre lo mismo.
La primera vez que yo comprendí que cualquiera puede identificarse con cada uno de los personajes de la parábola (Padre, hijo pródigo, hijo mayor, personas que observan la escena), en diferentes momentos de su vida, fue al leer el libro de Nouwen donde hace reflexiones ante el cuadro de Rembrandt que representa una escena de la parábola del hijo pródigo. Efectivamente, hemos sido, y somos, cada uno de estos personajes. Por ejemplo, eres Padre (o Madre) cuando acompañas o acoges a alguien en sus dificultades pero también eres “hijo pródigo” cuando te das cuenta de que te has equivocado en algo, y decides cambiar.
Pero ahora quiero centrarme en el personaje de “hermano mayor”. Las personas que han tenido una fe más o menos estable, me refiero a los “practicantes” habituales, obviamente nada perfectos, con sus desánimos, altibajos, pero siendo personas que perseveran en la fe, pueden sentirse “hijos mayores” en muchas circunstancias. El hermano mayor de la parábola representa a quien cumple sin amor; al cumplidor legalista que no tiene una verdadera relación de amor con su padre. Esta sensación invade sus corazones, por ejemplo ante testimonios de personas que han tenido la suerte de convertirse, de cambiar bruscamente sus vidas, por experiencias humanas o religiosas que les han marcado. Dan sus testimonios con fuerza y alegría. Y los “hijos mayores” que acabo de describir pueden pensar con cierta envidia (a veces “envidia sana”): “Me alegro por esta persona, pero a mí también me gustaría sentir una alegría así”. Siguiendo con las palabras de la parábola, podríamos imaginarnos este pensamiento del hijo mayor ante la respuesta de su padre: “Sí, he estado contigo y todo lo tuyo es mío, gracias, pero también me hubiese encantado que me dieras una fiesta con un ternero cebado”.
Como profesor universitario, me toca compartir largas conversaciones con jóvenes estudiantes. Algunos son hijos pródigos auténticos (sufren y necesitan ayuda); otros son hijos pródigos en el proceso de retornar a la casa de su padre (sus corazones están llenos de alegría); y otros, finalmente, son hermanos mayores. Los hermanos mayores, universitarios creyentes que viven relativamente bien su fe en estos tiempos complejos, no rara vez me comparten la siguiente intimidad desde su corazón: “En el fondo me gustaría pasármelo bien como ellos/as”, “me apetece estar más en el límite del punto de alcohol”, “me atrae la idea de bailar sin preocuparme, enrollarme con chicos/chicas por una noche”, “dejarme llevar y pasarlo bien sexualmente”, “quiero enrollarme en la discoteca como los demás, yo también quiero fiesta”…Tienen en sus corazones los sentimientos del hermano mayor. Cuando les escucho, me doy cuenta de que son versiones modernas y universitarias de lo que le dice el hijo mayor al padre en la parábola: “Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos.” Y me imagino que la contestación del padre les dejaría tristes: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Por eso, andan buscando imitar a sus amigos que parecen divertirse mucho. Resulta por ello interesante profundizar en esta respuesta y quizá a veces traducírsela al lenguaje “millennial”, para rescatarles de sus envidias.
Lo primero que habría que hacer es ayudarles a ver que esta supuesta fiesta que ven en los demás no es tal. No es una fiesta “auténtica” como la del hijo pródigo que celebra algo grande: el arrepentimiento y el retorno a la casa del padre. Esa otra aparente fiesta y alegría, es superficial y esconde sufrimiento. Son jóvenes que, como cualquier ser humano, anhelan, en el fondo, ser amados y poder amar. Buscan esto, pero quizás no saben dónde o cómo encontrarlo. Cometen errores que les pueden traer más sufrimiento: infecciones de transmisión sexual, embarazos, accidentes y agresiones por haber perdido la libertad bajo los efectos de sustancias tóxicas y, lo que es peor, sufrimiento en sus corazones porque los preservativos no preservan sus corazones ni su intimidad. Anhelan el amor pero se sienten vacíos o usados cuando se dan cuenta de que han utilizado a otra persona para satisfacer sus deseos pasajeros o que han sido utilizados por alguien. Con buenas intenciones, quieren entregarse por amor, pero acaban sintiendo que han perdido algo preciado e íntimo desde su sexualidad. Sienten que les ha sido arrebatado algo importante, casi sin darse cuenta. Estas vivencias duelen y hacen daño a otras personas; les deja profundamente insatisfechos y en soledad. Después de explicarles la realidad de esta falsa alegría, habría que explicar lo siguiente a estos jóvenes: “Tú estás bien; tú tienes mucha suerte y alégrate por ello”. Es parecido a la respuesta: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. La frase “tú siempre estás conmigo”, se experimenta al pertenecer a una misma Iglesia extendida en todo el mundo; pertenecer a una comunidad cristiana determinada; el sentido de pertenencia es una experiencia humana que nos da seguridad y paz, nos da fuerza. Además, incluye todo lo que aporta el tesoro de la fe: sus certezas, los valores y las propuestas para conducir nuestras vidas de modo que alcancemos más fácilmente la plenitud que anhelamos; la mejor comprensión de las cosas que nos ocurren y del sentido que puede tener nuestras vidas. No es la hoguera espectacular que necesita quien ha pasado mucho frío, pero sí es un pequeño fuego de chimenea que nos ha estado dando un calor agradable continuamente. El joven irá comprendiendo cuánto sufrimiento se ha podido evitar por esta cercanía con la fe. Podemos decirle: “si estás donde estás, y como estás, y si has evitado tantas cosas que están pasando a muchos jóvenes y haciéndoles sufrir, es precisamente gracias a todo lo que te ha aportado el haber aceptado un día tu fe. Piénsalo y alégrate de ello”.
Además, la respuesta “…y todo lo mío es tuyo” nos lleva más lejos. Nos conduce a darnos cuenta de que la cercanía de Jesús pone a nuestro alcance todo su amor, que nos llega especialmente a través de los sacramentos y sus dones; los dones del Espíritu Santo. Si los acogemos, recibimos la sabiduría de conocernos a nosotros mismos, la capacidad de ver a los demás y al mundo con sus ojos, de pensar con su pensamiento y de sentir con su corazón. Esto nos permite sentirnos queridos por nuestro creador, a pesar de nuestras pobrezas. A su vez, la experiencia de sentirnos queridos nos impulsa a querer y ser sensibles a las necesidades de los demás. Nos ayuda a entender el sufrimiento. Todo don conlleva trabajo, el don de la sabiduría precisa humildad. El don de entendimiento nos ayuda a comprender mejor las cosas relacionadas con Dios y la tarea consiguiente es la meditación de la Palabra y de las enseñanzas de la Iglesia. El don de consejo nos da luz para tomar decisiones prudentes en la vida exigiendo también que pidamos consejo a otras personas que nos puedan guiar. El don de la fortaleza nos permite afrontar las dificultades de la vida, el miedo a quedar mal si defendemos a Jesús, y nos conduce a manifestar con frecuencia que confiamos en Él. Con el don de ciencia, entendemos la naturaleza y el mundo que nos rodea como la bella creación que prueba el amor y la presencia de Dios. Produce en nosotros, asombro, admiración, gratitud y alabanza. El don de piedad nos da la conciencia de ser hijos de nuestro creador en quien confiaremos como en un padre que quiere nuestro bien. Esto nos dispone a alabarlo en la oración. Otro don, llamado “don de temor de Dios”, significa, aunque su nombre nos asuste la primera vez que lo leemos, que queramos, por amor, evitar el mal. Este don nos lleva a arrepentirnos de nuestros errores y a buscar el bien.
Efectivamente, los dones del padre “son nuestros”, y nos hacen afortunados, nos conducen a esa felicidad que tanto anhelamos. Por eso, ante la tentación real de algunos jóvenes de querer ser como otros, de “enrollarse en la discoteca como los demás”, recordémosles el significado profundo, en clave millennial si hace falta, de la respuesta del padre de la parábola al hijo mayor: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”.
Dedico estas palabras a un jóven que iba a «enrollarse» pero decidió finalmente no hacerlo al darse cuenta de que no era coherente al tener a Jesús colgado en su cuello.